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miércoles, 13 de abril de 2011

Nacer y morir cada día.


Cada mañana, cuando el amanecer vence a mi sueño y mis ojos se llenan de luz, le doy gracias al Señor por regalarme un nuevo día, una oportunidad única para ser feliz. Me siento nacer y recibo esta pequeña porción de tiempo con la urgencia de quien quiere creer que es el último y dedico con toda la intensidad posible a llenarlo de vida. Descubro en las cosas sencillas, pequeñas y naturales la ilusión que llena mi corazón de la luz de su mirada. Tantas cosas que hacer y yo escuchando a aquella vieja mujer, que siempre está sola y que no tiene a nadie a quien poder contarle sus penas.
Las horas pasan deprisa y poco a poco voy llenando mi día de amor. Es difícil elegir entre lo primordial y lo importante, pero por el camino se van quedando esperanzas y proyectos que creen en el hombre/mujer nuevo/a y en dejar este mundo mejor de lo que lo he encontrado.

La mañana, la tarde y la noche se unen en un crisol de actividades y sueños. La tranquilidad y el cansancio consumen mis últimas horas. Sentado en mi cama proclamo mis oraciones y con el nunc dimittis le devuelvo al Señor esa vida regalada que me dió por la mañana. Y el profundo sueño me acoge en sus brazos para cerrar el círculo de la vida.

Y este mágico proceso se repite hasta que El quiera, por que nacer y morir cada día es la experiencia de sentir la vida con la urgencia y la intensidad del que vive en la provisionalidad de su destino, renovando permanentemente el amor a los demás y el gozo por las cosas bien hechas.




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